Máscara o masacre. Las sevicias (in)voluntarias de Jeanne Saade Palombo
Por Sylvia Navarrete, 2006
La primera vez que tuve oportunidad de ver con detenimiento una obra de Jeanne Saade Palombo fue en 2005, en la VII Bienal FEMSA de Monterrey. De los dos dibujos que envió la autora, los miembros del jurado (del que formé parte) seleccionaron Oculto expuesto (2004), un autorretrato que intrigó de golpe: ¿quién era esta artista capaz de tal tensión en la expresividad del trazo, de tan lapidario impacto en la imagen? La impresión inmediata que produce una obra de Jeanne Saade Palombo es de turbación. No que haya confusión en ella, sino una ambigüedad muy desconcertante. La línea del lápiz es trémula, sincopada y algo febril, pero la mano se adivina suelta, segura de sí misma. La composición no varía: la pose del modelo es de tres cuartos, y de busto completo. El cuerpo se mantiene erecto, como a la defensiva, sin ondulaciones que sugieran el abandono. La mirada, seria y acaso melancólica, está fija en el espectador. ¿Qué es lo que incomoda, pues? El dejo de caricatura latente en la interpretación. En uno de sus dibujos, por ejemplo, aparece ella envuelta en una toalla de baño, la boca abierta en un bostezo de león poco favorecedor. Aunque no haya indicios de erotismo en sus autorretratos, curiosamente las resonancias que distingo me llevan a autores dedicados al dibujo de lupanar: Egon Schiele, Oskar Kokoschka, Jules Pascin, José Luis Cuevas e, influencia reivindicada, el fallecido Eduardo Cohen, quien en sus clases le heredó la economía de recursos plásticos, una pequeña debilidad por la obscenidad de la carne y, sobre todo, “la experiencia de la mirada sin filtros embellecedores”, como señaló Andrés de Luna. Jeanne se afea y se envejece en sus autorretratos. En persona, es una rubia joven, alta y atractiva. Lo único que sale de la norma en su físico son los ojos, de un azul glacial y opaco que parece desmentir la cordialidad de la sonrisa. Lo que vemos en los croquis ―una mujer madura, de actitud circunspecta, con un rictus que anticipa la amargura―, nos hace presentir un temperamento suspicaz, algo atormentado. Paradoja: no hay gusto por la congoja en la personalidad de Jeanne Saade Palombo sino, al primer contacto, alegría, sencillez y afabilidad. En efecto, cuando se le pregunta, por ejemplo, cuáles son sus complejos físicos, responde chispeante: “Mis pies, me apena muchísimo que se me vean los pies (ya lo estoy superando), de niña nadaba con calcetines. Tengo uno peor: yo entera, sufro cuando tengo que estar en público, incluido ir al súper o caminar en la calle… Directo al psicólogo con esta confesión.” ¿Serán acaso sus retratos una catarsis, una terapia vengativa de las fobias propias?
Jeanne Saade Palombo es poco indulgente con ella misma. Cuando retrata a los demás, tampoco lo es. Pero en este caso el (mal)trato y la severidad ceden ligeramente, bajo el efecto de un sentido del humor más bien ácido. Este proyecto suyo es un híbrido singular: empalma dibujo y video, e involucra técnicas tradicionales y audiovisuales, lo manual y lo periodístico, lo creativo y lo pragmático. Cierto que el traslape de disciplinas es hoy una práctica común entre los artistas. Sin embargo, no recuerdo ninguna otra iniciativa reciente que interpele de este modo desfachatado el pomposamente llamado “mundo del arte”, al someterlo a la “doble exposición” del retrato delineado y hablado. El origen de todo esto es un sueño. Un buen día, recién salida de la regadera, la autora se quita la toalla y se pinta desnuda. Su imagen se desdobla en el espejo: está Jeanne de carne y hueso frente al cuerpo de Jeanne reflejado en la superficie especular. Una duda la asalta: ¿cómo se verán los demás a sí mismos, qué imagen tendrán de sí mismos? En eso, sueña que en su taller se forma una larga fila de espera de candidatos a posar. Se despierta pensando: “Lo voy a intentar.”
El primer contacto es telefónico y, se sorprende Jeanne, más fácil de lo previsto. Se presenta ella ante sus interlocutores, les explica que es pintora y prepara una serie sobre el Who’s who de la cultura en México: quién produce, vende, promueve y escribe sobre el arte. La mayoría de ellos accede sin chistar, quizás azuzada por la curiosidad o confortada por el espíritu de gremio (¿si le va a entrar Monsi, por qué quedarme atrás?). La primera víctima en 2005 es el crítico, curador y coleccionista Juan Coronel Rivera (“metimos todas las patas de iluminación”, se carcajea Jeanne). La lista va en aumento veloz y ha llegado a más de 40 obras. Las visitas duran una o dos horas, se platica y se cotorrea. Jeanne filma al sujeto mientras transcurre el “interrogatorio amistoso-policiaco”, le toma fotografías, y a partir de una de ellas, una vez en su estudio, pone manos a la obra (dibujar es un acto que confiesa nunca cometer en público). Hace apuntes de cada espacio: a qué olía, cómo sonó la bienvenida, qué tipo de adornos (bibelots, charolas, Cristos, espadas) se amontonan alrededor del anfitrión. Muchos entrevistados la reciben en su casa, como Tongolele, Andrés Blaisten, Nina Menocal, Paloma Porraz, Ricardo Pérez Escamilla (adosado a un enorme paisaje de Dr. Atl)… Otros, de plano, en la cocina, como Magali Lara y Olivier Debroise. ¡Y, por qué no, en el baño (Edgardo Ganado Kim), con pose de pensador de Rodin! Hay quienes, más formales, prefieren hacerlo en el taller (Éric Pérez) o, en el caso de ejecutivos, en la oficina: Gerardo Estrada (UNAM), Guillermo Santamarina (El Eco), Patricia Ortiz Monasterio (Galería OMR), Pacho (Casa del Lago). Otros optan por el aire libre y, a guisa de fondo, las macetas del jardín o la terraza (Monsiváis, Graciela de la Torre).
El cuestionario consiste en quince preguntas acerca del deseo, los gustos, el ego y la culpa, y que vulneran honduras tolerables de intimidad: ¿Cómo suena el placer? ¿Cómo suena la rabia? ¿Cuándo te gusta más el olor de tus sábanas? ¿Has sufrido algún ataque de vanidad? ¿Qué no harías en público? ¿Qué te causa estar frente al espejo? ¿Cuál fue tu peor y tu exposición favorita? ¿A qué huele tu comida favorita?… Falsa ingenua, Jeanne seduce y desinhibe a sus entrevistados al incitarlos a hablar del tema prohibido (yo-yo) y de asuntos tan irrelevantes como privados (¿a quién le interesa el olor de las sábanas ajenas?). Se entra a un terreno movedizo, aunque nadie pueda negar haber contestado alguna vez, en el colmo del aburrimiento, un test de revista femenina. Los solicitados sonríen, ven al techo, se agitan disimuladamente en su silla y devuelven la pelota con rollos, labia y evasivas. Casi todos muestran buena voluntad, disponibilidad y aplicación. El único que no juega es el crítico Olivier Debroise, por exceso de pudor, miedo al ridículo (que viene a ser lo mismo) o espíritu de contradicción; pero sí se deja retratar con la mueca escéptica del intelectual.
Ante el dibujo definitivo, muchos entrevistados se estiman satisfechos y divertidos. Eso dicen. La obra acusa una asombrosa similitud con el sujeto, ¡pero vaya colección de mohines, cuántas patas de gallo, qué de papadas, calvas y ojeras! Casi todos los modelos están descompuestos por una calidad espectral: su cuerpo se va disipando en una mera silueta esquemática y adquiere una gracia frágil e inquietante, como a punto de marchitarse. El sombreado y el volumen son procurados a base de toques que restituyen las medias tintas sutiles de la carne, o con aplicaciones de pequeñas áreas blancas que duplican la evanescencia de la imagen. Los escasos acentos cromáticos recaen en los labios, el iris, un párpado caído, una mejilla sonrosada. Se ilumina el cuadro a media altura, dejando en blanco la base y lo alto, y dando así profundidad y espacio. La desproporción entre el rostro imponente y el cuerpo enjuto confirma la voluntad de distorsión formal ¿y la confrontación psicológica entre el autor y su modelo? Más allá de la agresividad en la representación, la obra de Jeanne Saade Palombo propone también un interesante cruce técnico entre pintura y dibujo. Sobre un boceto de primera intención en papel de algodón hecho a mano (“rayones al aventón, no soy meticulosa”, dice ella), trabaja en seguida con carbón y pastel las tres áreas sensibles: la mirada, la boca y las manos. Refuta sin embargo el supuesto descuido la factura a base de sustracciones, un complejo proceso en que se borra, se difumina y se escamotea con una capa tras otra de vinílica, para conseguir una delicada materia pictórica que combina la transparencia de la acuarela y la textura seca y polvosa del pastel. La pintura no sólo es una radiografía del modelo sino del trabajo creativo mismo, con todos los vestigios y huellas de sus etapas sucesivas.
Un indudable don del detalle y del gesto se manifiesta en todos los retratos. Y también cierto favoritismo, aunque resulte inconsciente. Si bien a las mujeres se les transforma en ancianas, otros caen bien parados: a Monsiváis lo trata bien, y hasta lo mejora. Los más simpáticos son el grabador Jan Hendrix, con su pícara sonrisa de lado; el pintor Gilberto Aceves Navarro (de quien Jeanne fue alumna), jubiloso, vivaracho, pizpireto; y el promotor Guillermo Santamarina, con cara de niño perverso y migrañoso. Nada amenazante se detecta en los retratos con tenues matices de grisalla de los directores de museos Walther Boelsterly (Arte Popular) y Héctor Rivero Borrel (Franz Mayer), del coleccionista Andrés Blaisten y de los artistas Carlos Amorales, Mauricio Alejo, Boris Viskin, Eric Pérez y Arturo Rivera. ¡Pero qué decir de la boca carnívora y los feroces ojos burbujeantes de la promotora Graciela de la Torre y la pintora Magali Lara! ¡Del ceño adusto y cuello crispado de la galerista Patricia Ortiz Monasterio, la directora de museo Paloma Porraz (San Ildefonso) y la artista Betsabé Romero! ¡Del rictus engreído y la sensualidad un poco abotagada del promotor Gerardo Estrada y el filósofo José Luis Barrios! Un auténtico arañazo a la vanidad. No menos logrados, pero más ligeros e hilarantes, porque deliberadamente cómicos, son los retratos de los galeristas Hilario Galguera y Enrique Guerrero, el primero como nabab engominado y enjoyado, el otro como clon de John Travolta. La exageración es lícita en la caricatura. La contradicción aquí es que “desestabiliza” los géneros e invade una categoría que no se plantea como tal, sino como retrato, sin mayor intención declarada que la de “divertirse y pintar”. Jeanne Saade Palombo asegura no tener ningún afán de pitorreo. ¿Habrá que pensar, entonces, que la irreverencia es el antídoto a su buena educación? Bien portada y desgraciada; dulce y cruel…
Pese a sus enérgicas objeciones, sospecho que Jeanne Saade Palombo es perfectamente capaz de provocación premeditada. Pero ella no se presta a la argumentación de motivos y se limita a justificar su proyecto con un vago “no es por molestar, sino sólo por antojo y por aprender de los demás”. Si bien la ironía asoma en muchas de sus obras, la malicia obedecería entonces a la lógica instintiva del juego, de la broma (¿cómo y hasta dónde lidiar con la vanidad ajena, tanto femenina como masculina?). ¡Caray, no se pueden hacer las cosas por puritito gusto!, parecen soltarnos sus dibujos. Difícil resulta, pues, discernir una crítica articulada y conceptualizada en este trabajo (hipotéticamente: al poder, al arbitraje del canon, a la imposición estética y comercial, etc.). No hay tales pretensiones en él. El capricho no es inocente, pero qué más da: hay cierto arrojo en la convocatoria gremial, aunque el compromiso se asuma en un plano estrictamente plástico y personal. Más allá de una travesura probablemente sin consecuencias ―y del fugaz agasajo de la masacre visual―, me quedo persuadida del sólido talento de Jeanne Saade Palombo para el dibujo y convencida de que sabrá acaudalarlo en el futuro, con o sin los subterfugios de la sevicia (in)voluntaria.